Las casas, las viejas casas de las ciudades silenciosas, no están hechas solamente de piedra, ladrillo y argamasa. Los años integran a sus muros y tejados los sueños, las alegrías, las tristezas de aquellos que las habitaron.
La vieja casa maternal de Popayán se estremeció de pronto. Eran las 8.15 de la mañana del Jueves Santo de 1983. En la mesa humeaba el café y el pan era blanco como un pedacito de nube. La tarde anterior había sido misteriosamente bella. En el balcón estuvieron jugando el sol y la lluvia. Peleaban con pequeñas lanzas de cristal, que atravesaban, convertidas en gotas brillantes, los anchos faroles y las paredes blanquísimas.Un rugido profundo de la tierra y como un latigazo. La casa entera pareció levantarse para proteger a sus siete habitantes.
La noche anterior había pasado, frente a la ventana, la procesión de las flores rosadas. Los Pasos refulgían, porque a las vestiduras de los santos se les había devuelto el brillo de los primeros tiempos. El Cristo del Perdón se detuvo un rato frente a la ventana, mientras esparcía sus bendiciones sobre el mundo. En el mapa brillaba Popayán como una gota de rubí agorero. Las filas de alumbrantes iban devotamente a lado y lado de las imágenes. Los coros elevaban sus voces hacía un cielo puro y despejado. La procesión fue breve. Toda la gloria litúrgica estaba reservada para el jueves y el viernes santo.
La noche fue pacífica. Muy pocos sintieron el leve movimiento de las dos de la mañana. Quienes se dieron cuenta lo unieron a un sueño inquieto, de naves aéreas en emergencia, un sueño que esa mañana alguien comenzó a contar “para que no sucediera”.Pero sucedió. La casa empezó a sacudirse y a quejarse, como un inmenso barco desarbolado por la tempestad. Volaban las tejas grises, se arqueaban las paredes y del techo caía una arena fina que velozmente iba convirtiéndose en piedras cada vez más grandes.
Dieciocho segundos pueden ser la eternidad. Y lo fueron para muchas personas sobre quienes cayeron en aquel momento la solitaria y lírica cúpula de la catedral, la torre de San Francisco, la espadaña de Santo Domingo, el techo de La Ermita , o sencillamente el de su hogar, convertido en muerte y dolor.
Durante aquello segundos eternos la casa abría sus brazos, sacudía sus cimientos, convertía su estructura en músculos tensos, resonantes, afirmaba sus anchos escalones de piedra y nos dejaba pasar, ilesos. Afuera, en la calle, rodaban los muros, las campanas sonaban sacudidas por manos diabólicas, mientras la gente gritaba, lloraba, llamaba a los suyos y empezaba la trágica labor del rescate. Cavando las ruinas. de la catedral destrozada se vio salir, con morados ropajes talares, al arzobispo. Angustiado pedía auxilio para sus fieles, enterrados bajo el oro deshecho de los altares.
Una volqueta apareció de pronto. Docenas de manos febriles empezaron a levantar piedras, que tenían, al caer, la misma resonancia de los redobles de la procesión del dia anterior. Por momentos se podía creer que todo era una pesadilla, un mal sueño del que despertaríamos cuando la procesión del jueves santo terminara de pasar bajo las ventanas.
Entretanto la noble casa mantenía firme su agrietada estructura. No permitió que su puerta quedara cerrada.. Temerosos, pero con la seguridad de que de esos muros ningún daño podría venir para nosotros, volvimos a entrar. Era necesario huir, huir de la ciudad amadísima, dejarla sola, librada a su terrible suerte, pero sin la carga de quien es nada podíamos hacer por ella.Antes de salir le dimos una última y amorosa mirada. Estaba hecha con la bondad luminosa de la madre, la serenidad silenciosa del padre, la poesía, la música, los colores, las formas, el arte, la ciencia, el amor...En el fondo quedaba un piano esperando a su dueño y muchos libros, manuscritos y banderas, con las historias de nuestra buena gente valerosa.
Aunque los muros caigan ante la piqueta demoledora y de las paredes se desprendan los viejos retratos, que contienen muchos años de historia de una desaparecida Popayán, nuestras sombras seguirán rondando la vieja casa maternal, que nos protegió mientras alrededor se derrumbaba el mundo. Gracias a ella estamos vivos. Gracias a ella, a sus viejas piedras bondadosas, hechas de tiempo, luz y música. Porque en ella vivieron muchos años la bondad y el amor... Requiem Eternam.
*Publicado en la Revista Guión, después del terremoto de Popayán, 1983.